“Pero dejá que me asiente a la redonda de tu alma, que voy a firmar contrato en el libro del querer”.
Soy un privilegiado. Todos los días, al menos una vez durante la jornada, interrumpo la rutina para agradecer a la vida por permitirme trabajar rodeado de fútbol.
Siendo este uno de esos momentos en que hago una pausa en mis actividades -aunque hoy curiosamente he comenzado el día de madrugada y tres horas antes de lo habitual- debo interrumpir este lapsus para hacer una confesión.
¿Listos? Aquí va.
Nunca pensé decirlo, pero llegó un momento en el que dejé de disfrutar de mi trabajo.
Mi responsabilidad es contar historias sobre el fútbol y quienes protagonizan su espectáculo. Me nutro de asistir a entrenamientos, charlas, eventos y, por supuesto, estadios, para poder engordar mi mente de situaciones que luego plasmo en una página o interpreto en un video y ocasionalmente en un programa radial.
Sin embargo, y debido a varias circunstancias ajenas a la pelota, de a poco esa labor se fue convirtiendo en rutina y posteriormente estuve a punto de saltar al abismo del tedio.
Desde que me reconozco al mirarme en un espejo he sido aficionado al fútbol, y mi familia y amigos más cercanos atestiguarán que me lucía narrando partidos de fútbol en el colegio o en el barrio, aunque ni siquiera había atravesado ese reprochable capricho de la naturaleza por cambiar de voz. Sucedía también cuando prendíamos una consola de videojuegos con mis primos y amigos, y me transportaba a una cabina de transmisión imaginaria dentro de ese estadio virtual.
Pero la monotonía se asomó. Afortunadamente no alcancé a dar ese paso extra que me habría hecho sucumbir ante el aburrimiento.
Una seductora reconciliación con la pelota
No fue sino hasta que regresaba a casa que lo entendí. En el avión de vuelta, sentado en la ventana de la fila 23 y viendo cómo el ala izquierda creaba su propio horizonte con la penumbra de la madrugada, lo pude aceptar; el fútbol me había vuelto a conquistar.

Esta seductora reconciliación con la pelota comenzó al tercer minuto del segundo tiempo. Un flojo y elevado despeje desde la defensa, que no parecía tener rumbo fijo, aterrizó en el borde interno del pie derecho de Carlos Sánchez, quien sin dejar caer la pelota se la entregó de inmediato a Álvaro Pereira, ante la mirada de dos brasileños.
“Palito”, siempre con la zurda, se dio vuelta tras recibir la pelota y calculó milimétricamente para que su pase encontrara a un compañero suyo dentro del área. Con un discernimiento implacable, Luis Suárez había emprendido su carrera hacia el arco rival incluso antes que la pelota hiciera su primer contacto con el pie izquierdo de Pereira.
Esa visión sagaz le permitió a Suárez sacarle una amplia ventaja a David Luiz, que no pudo detenerlo ni siquiera al intentar agarrarlo de su brazo izquierdo. El zurdazo que el delantero uruguayo le dio a la pelota alcanzó a ser cacheteado por el portero Alisson, aunque como digna bala del “pistolero” siguió de largo y se abrazó con la red.
Y ahí estaba yo, justo en frente de Suárez. No es por alardear pero estoy casi seguro que fui la primera persona que miró luego de embocar la pelota; o al menos eso quiero creer, porque va mejor con esta epifanía.
He visto muchos goles desde el campo en varios estadios del mundo y, aunque este no fue el más vistoso de todos, fue el que me reconcilió con el fútbol. Coincidió, por supuesto, con otra reconciliación del propio Suárez con el fútbol, en su regreso a la selección uruguaya luego de ser suspendido en el Mundial de Brasil, casualmente.
Era su retorno, su reencuentro con “La Celeste”, su abrazo con la afición de un país que venera su nombre y que recuesta sus deseos en sus pies. Allí, en el mismo país donde fue suspendido –exageradamente dicen varios- le dio el empate a su selección en un partido crucial de eliminatorias camino a Rusia 2018, como visitantes ante uno de sus tradicionales e históricos rivales.
“El Pistolero” no pudo haber pedido un mejor escenario. ¿Y yo? Solo me levanto y me quito el sombrero.

Ahí estaba yo, detrás del arco de Alisson. Lo vi anotar frente a mis ojos y tras besar -como siempre- a su esposa e hijos a través de los dedos de su mano derecha, Suárez permitió que el fútbol y yo renováramos nuestros votos.
Entendí, al verlo jugar en primera persona a tan solo metros de mi ubicación, que Suárez es como un bolero; una infusión de nostalgia que nos deja aturdidos por su capacidad de inspirarnos a sentir.
Comenzó, a partir de entonces, una renovada y formidable relación entre este maravilloso y fascinante delirio que es el fútbol. Apropiadamente, cito al periodista uruguayo Ángel Ruocco, cuando le confesó a su amigo Eduardo Galeano, que lo mejor del fútbol es “su porfiada capacidad de sorpresa”.
Y lo mejor, es que vendrían más sorpresas en mi renovación de amor por la número cinco.
“Hombres de fútbol” que “respiran fútbol”

Pasada la medianoche, la Arena Pernambuco comenzaba a vaciarse, pero en sus alrededores yo me jugaba mi propio partido. Con un maletín aferrado a mi espalda, una maleta que se arrastraba intercambiando mis dos manos, una corbata que me invitaba a respirar muy poco y una camisa que se bañaba en mi sudor, buscaba un taxi que me llevara directamente al aeropuerto pues a las cuatro de la mañana tenía que comenzar una incesante travesía.
Mi vuelo de Recife me llevaría en la madrugada al sur para desembarcar en Belo Horizonte, donde las historias sucedidas en su aeropuerto fueron mucho más que decepcionantes, dignas de una indemnización pública, dejándome con un sabor de boca amargo de Brasil. Una lástima.
Desde la sexta ciudad más grande del gigante suramericano hice escala en el Jorge Newbery de Buenos Aires, donde debí esperar tres horas para cruzar el Río de La Plata. Fue mi primer acercamiento desde una distante sala de espera con esta fuente hidrográfica tan mítica, y sobretodo, tan futbolera.
Siempre me pareció muy curioso, y a decir verdad nunca entendía, cuando hombres de fútbol –como dice Juan Carlos Osorio- hablan acerca de lugares donde se “respira fútbol”. He visitado ciudades y estadios donde el ambiente es alucinante y lleno de energía, pero de ahí a “respirar fútbol”… ¡Ah, cuestión tan curiosa!

Aterrizamos, recuperé mi equipaje –el maletín guardado en el compartimiento superior del avión y la maleta en la bodega- y al sentarme en el taxi que me llevaría a mi hotel, con la calma propia de quien observa un paisaje desconocido, descubrí que el aire en Montevideo no es igual al del resto del mundo.
Las caricias del Río de La Plata que me recibían soplaban un viento frío y apacible, permitiendo que la temperatura fuera más agradable que la humedad amazónica del país de mi procedencia. Pero, seguí indagando internamente acerca de la diferencia entre este aire y los otros que había respirado.
No lo entendía.
Los días siguientes me confirmarían lo que muchos hombres de fútbol ya habían experimentado anteriormente. En Uruguay, se respira fútbol.
Descubrí que en Uruguay no se habla de fútbol, sino que se estudia el fútbol. Entendí que respirar fútbol significa admitir que el engranaje de la vida siempre estará ligado a una pelota.
Saber de fútbol no es difícil, no tiene por qué serlo. Pero, entenderlo y mantener una conversación inteligente y con argumentos cuantitativos sobre fútbol, es glorioso.
Desde el señor que me atendió en el puesto de souvenires en el Mercado del Puerto, hasta el hojaldrero que me vendió una empanada, todos saben de fútbol. Y lo más importante, saben de lo que hablan acerca del fútbol, que no es lo mismo.

Sublime fue sentarme frente a frente con aquel que anotó ese gol, y quien sin saberlo, nos reconcilió tanto a él como a mí con el fútbol. Aunque de pocas palabras, intentar entender la mente de Luis Suárez fue un aprecio más de la vida misma.
Conocer la fábula que representa el fútbol uruguayo en boca de varios periodistas del Diario El País, entre ellos el historiador Luis Prats, fue una experiencia tan abrumadora como la charla que tuve con la cariñosa y curiosa pareja tendera que, entre tanta conversa, me encimó pequeños detalles para mi novia luego que les compré un termo y una bombilla para respirar de este aire en casa. Ahora entiendo porqué los futbolistas argentinos y uruguayos no sueltan su mate.

Respirar fútbol mientras charlábamos con el profe Martín Lasarte en el Gran Parque Central, sentados en la misma tribuna desde la cual Carlos Gardel se deleita con cada partido de Nacional, reforzó mi cariño por la redonda. Recordamos sus más de 100 partidos con Deportivo La Coruña a comienzos de los 90, resumimos una carrera de 16 años como futbolista, para luego agrupar en pocas palabras lo que fue su reciente paso en Chile como entrenador, y momentos cumbres como sacar lo mejor de Antoine Griezmann en la Real Sociedad, y aquel primer empujón que le dio a Luis Suárez con Nacional en 2005.
Otros hombres de fútbol, como Daniel Enriquez que se cruzaron por mi camino en Montevideo, me daban ese oxígeno que necesitaba para volver a enamorarme de la pelota.

Mientras tanto la cancha de Defensor me transportaba a esas épocas en las que el fútbol pertenecía al barrio y a su gente; fue como patear por primera vez un esférico cuando el fútbol no era más que dos piedras en la calle y un balón con chichones mal inflado.
Como ya me había codeado con Gardel en la casa de Nacional, no podía dejar pasar la oportunidad de pintarme la cara con carbón.

Junto a los compañeros con quienes emprendimos esta aventura desde Rio de Janeiro una semana atrás, nos dirigimos a “Los Aromos” donde se concentra y entrena Peñarol. En el seno del “Campeón del Siglo” nos recibió un Campeón de América con quien respiramos un poco más.
La charla con Diego Forlán, aquel hombre de melena rubia y frondosa cuyo linaje futbolístico se remonta a una tradición de tres generaciones épicas del fútbol uruguayo, enfatizó aún más mi cariño por esa hermosa pecosa que no deja de rodar.
Como un primer gol, una ilusión Centenaria
El tiempo apremiaba y ya solo quedaba la visita cumbre de esta travesía suramericana. Fue el clímax de una relación amorosa que se hizo cada segundo más fuerte en el lugar donde se mide el índice de fútbol per cápita.
“Soy celeste” entonaban coros dignos de un grupo de jazz de Nueva Orleans, paseándose por la Avenida Dr. Américo Ricaldoni, y se abrazaban desconocidos que se unían por un mismo color. Ya dentro del Estadio Centenario, parecían un solo cuerpo que siente alegría y sufre dolor, que se aferra a una misma ilusión y dilata la existencia de un mismo palpitar.
Cuando el ecuatoriano Roddy Zambrano hizo sonar su silbato por última vez en la noche, y el gol de Edinson Cavani le permitió a Uruguay conquistar la cima de las eliminatorias de CONMEBOL tras seis jornadas, importuné mi serenidad desde el palco de prensa; el fútbol me había vuelto a enamorar.
A cambio de mi admiración, el Centenario me permitió ser parte de su historia. Me extendió su alfombra celeste, fui digno de ubicarme en sus entrañas, de sentarme en él y que mi estampa se dejara hipnotizar por la pelota.
¿Cómo puede uno enamorarse de esta gordita que no habla, pero que nos hace gritar, más de dolor que de felicidad?
¿Cómo puede uno besar a aquella que se revuelca en el suelo y se deja patear por cualquiera que la desea?
¿Cómo puede uno patear con todas sus fuerzas a este objeto inerte que nos da tanta vida?
Y como la vida y el fútbol son un ciclo de virtudes, completo este acontecimiento al igual que lo estampó el buen Miguel Bonano en su tango “Mi Primer Gol”:
“Pero dejá que me asiente a la redonda de tu alma, que voy a firmar contrato en el libro del querer”.